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  • Foto del escritorMarco Fernández Ríos

La llamita perdida, con sabor a inmigración

Actualizado: 17 dic 2020

Florencio Villca cuenta cómo fue que la gastronomía de su pueblo en Oruro influyó para que abriera uno de los restaurantes más turísticos de la urbe alteña


De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda de 2012, la ciudad de El Alto recibió 172.091 inmigrantes de otras regiones del país. Es gente que, en su gran mayoría, decidió emigrar de sus lugares de origen con la esperanza de encontrar mejores condiciones de vida. Al hacerlo, no sólo llevaron una maleta de ilusiones, sino también su gastronomía.

Uno de ellos es Florencio Villca Alarcón (40 años), un orureño que hace 19 años decidió apostar por la gastronomía en la urbe alteña.



“Desde pequeño quería conocer la ciudad, porque en el pueblo todo era silencio”. Florencio recuerda de esa manera cuán alejado estaba el ayllu Choquemarka —que en aymara significa tierra de papas—, en Curahuara de Carangas, municipio límitrofe con Chile y que resguarda el Parque Nacional Sajama.

Uno de los motivos por los que el silencio se adueñara de estas tierras era que los vehículos pasaban por el camino cada 15 días, si es que había suerte. “Cuando los veíamos, salíamos corriendo de la casa para ir a saludarles”, rememora.

En aquellos tiempos era impensable tener energía eléctrica o señal de televisión, y mucho menos gas licuado para cocinar. Por lo tanto, Florencio y sus hermanos debían recorrer el campo para conseguir la leña que iba a quemarse para cocer los alimentos.

En su casa, casi todo era hecho de paja y barro, las paredes, el techo y el kheri (cocina artesanal de barro). “Cuando eres niño quieres comer a cada rato. Por eso esperábamos que la mamá o la abuelita nos preparara algo. Ayudaba a traer la leña y el agua. Mientras la mamá iba al pastoreo y el papá iba a la chacra, nosotros, los pequeños, los acompañábamos, pero nuestra obligación era acarrear el agua y llevar la leña para que no falte la comida”, cuenta.



Cuando habla de aquellos primeros años de su vida, su paladar se acuerda del dulce sabor del p’isqi, un platillo hecho con quinua cocida, leche y queso rallado. “La alimentación en el campo es sana, nutritiva y con productos naturales. Era lindo esperar un almuerzo de quinua, una sopa de trigo, una lawa o una k’alapurka (una lawa de maíz, con charque de llama y ají colorado, a la que, después de preparada, se añade una pequeña piedra volcánica para mantenerla caliente)”.



Aquel lugar alejado de la puna, con paja brava que parece silbar para animar a los moradores y con camélidos acostumbrados al clima agreste, fue el sitio donde Florencio tuvo su primer acercamiento con el arte de la elaboración de la comida. No obstante, las carencias causaron que su familia decidiera emigrar para buscar un mejor destino.

Eligieron El Alto, la ciudad —después de Santa Cruz— que más inmigrantes recibe, especialmente de la zona altiplánica. La familia Villca llegó a esta urbe a mediados de la década de 1980, en tiempos en que se producía una llegada masiva de familias, debido al despido de trabajadores mineros de la estatal Corporación Minera de Bolivia (Comibol).

Al terminar sus estudios, Florencio recorrió el territorio boliviano para proyectarse como emprendedor. Con ese objetivo viajó a Oruro, Cochabamba, Santa Cruz, Uyuni y Samaipata. Pero mientras la mayoría de sus paisanos se dedicaba a la orfebrería, él se decantó por la cocina, por lo que se inició como ayudante en varios restaurantes.

Cuando consideró que estaba preparado para emprender su propio negocio, no lo pensó mucho para decidir abrir su restaurante en El Alto, la urbe ubicada a 4.000 metros sobre el nivel del mar, en la parte superior de la ciudad de La Paz.



En 2001, Florencio abrió un pequeño negocio culinario en la avenida Téllez Ross, entre las calles 3 y 4 de la zona Villa Bolívar A, cerca de la Ceja, el sector con más ajetreo en esta urbe y donde se puede encontrar todo tipo de comida criolla, pues así como se puede hallar restaurantes con platillos hechos de cordero (como el thimpu, brazuelo o costillar), también se puede encontrar pescados del lago Titicaca (ispi, carachi, pejerrey o trucha), chicharrón cochabambino, caldo de cardán (sopa que tiene como ingrediente principal el miembro viril del toro y que garantiza que dará energía a quien los consume) o un pacumutu del oriente boliviano (brochetas de res), también se puede encontrar parrillada, pollo frito o hamburguesas de Burger King.

Fue ahí donde Florencio Villca hizo realidad su sueño de abrir su propio restaurante, al que llamó La llamita perdida, en recuerdo de su infancia en Choquemarka, donde una vez hizo perder a un camélido que estaba pastoreando y que, para su suerte, apareció después de unos días.



La ubicación de La llamita perdida no es casual —o quizás sí—, pues está a media cuadra de la terminal de buses interdepartamental, tal vez por donde llegó la familia Villca desde el departamento de Oruro.

“En La llamita perdida procuramos que nuestra comida tenga productos naturales, porque, para nosotros, los comensales son los más importante”, dice el dueño del local. Vestido con una chamarra azul oscuro y con un peinado de estilo militar, Florencio se muestra amable no sólo con los periodistas, sino también con cada persona que ingresa a su negocio.

“Le tengo un cariño especial a El Alto porque me ayudó a progresar. Me vio crecer, aquí me he casado, mis hijos han nacido aquí, estoy muy agradecido con toda la ciudad”. En el momento en que comenta que los primeros años fueron difíciles porque no había muchos clientes, la mesera trae un suculento charquekán orureño (platillo que tiene charque de llama, papa khati, maíz y queso). Fueron tiempos complicados para el restaurante, pues la carne de llama aún no era muy requerida y apreciada como lo es ahora. El menú era completado con un api orureño (bebida hecha con maíz morado) y pasteles (empanada con queso).

Después de cinco años de perseverar en su apuesta culinaria, y con la recomendación de los comensales, el restaurante comenzó a ser popular, así es que el menú se incrementó con un chairo paceño (sopa hecha a base de chuño) y, después, con una k’alapurka potosina.

De tener con suerte dos comensales al día, de pronto se convirtió en un lugar popular, con comensales no solamente alteños o paceños, sino también provenientes de otros departamentos y otros países, gracias también al apoyo de la Alcaldía de El Alto, el Ministerio de Culturas y la prensa.



Hace cinco años, Florencio abrió una sucursal de La llamita perdida en la calle Cochabamba, en la zona San José de Charapaqui II, al suroeste de la Ceja, donde además de continuar promocionando el charquekán, el chairo o la k’alapurka, retornó a su infancia para preparar costillar de llama.

Alejado del bullicio de la ciudad, este restaurante está decorado con pinturas, fotos y recuerdos de la tierra de Florencio, y viene acompañado solo por música folklórica boliviana. Después de un poco de espera, el mesero llega con la bandeja más grande del local, en la que puede entrar una costilla entera de llama, que mide cerca de un metro de largo.

El dueño de La llamita perdida no tiene secretos al momento de explicar cómo lo prepara: “Hay que condimentar con ajo, pimienta, comino, ají y un poco de licor un día antes. Luego pasa al horno junto con la papa, plátano, camote y oca”.

Ese instante, Florencio recuerda su vivienda en Choquemarka. Se ve sentado en el suelo, cerca del fogón, observando a su mamá cocinar la comida, la que podía disfrutar ahí o guardarla para después, para cuando debía vigilar a las ovejas y llamas.

Son esos recuerdos los que ahora, a sus 40 años, Florencio Villa quiere transmitir a sus clientes a través de un restaurante que comenzó como un desafío y que se convirtió en un sitio turístico de El Alto, la ciudad que subsume la gastronomía de la inmigración.


Texto y videos: Marco Fernández Ríos

Fotos: Marco Aguilar

Cuidado de edición: Escriteca (70563637)


Este reportaje fue apoyado con asesoramiento en el marco del Curso de Investigación Periodismo Gastronómico y Alimentario, organizado por MIGA Bolivia - The Foodie Studies, con el apoyo de la Embajada de Francia en Bolivia

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