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  • Foto del escritorMarco Fernández Ríos

Dulce vida entre raspadillos

Actualizado: 30 ago 2020

Pedro Cruz Limachi tiene más de seis décadas de haber iniciado una dulce tradición en la plaza España, los sabrosos helados de canela



Los fines de semana soleados en La Paz son diferentes, pues pareciera que hay más libertad, alegría y ganas de tomar un postre, ya sea en algún negocio grande o en las plazas, donde ofrecen helados de canela, vainilla o coco, o los raspadillos, que al mismo tiempo que endulzan el paladar, hacen doler la cabeza si es que acaso uno lo consume rápido. Pero —créanlo— vale la pena.

Uno de esos lugares donde la gente sacia su sed se encuentra en la plaza España, zona de Sopocachi, donde un señor tiene su puesto de raspadillos desde hace más de seis dédacas. Puntual, cada 10 minutos se separa un momento de su quiosco metálico, blanco con bordes verdes, porque va a atender a sus “clientes” más fieles. Como sabe que les gusta la esencia de frutilla, don Pedro Cruz Limachi levanta la botella de rojo intenso y se acerca a la jardinera más cercana. Sus pequeños caseros son numerosos, pues sobrepasan el centenar, todos alados, aurinegros y con el deseo febril de probar el delicioso néctar.

“¿Cuánto le debo?”. Casi al mismo tiempo, una mujer —que sostiene un vaso con resquicios del líquido verde de menta— pregunta el monto que debe pagar por cuatro vasos de raspadillo, ya que está acompañada por sus nietos, quienes todavía no han terminado el postre que ofrece don Pedro, que cumple más de seis décadas de venta de este sabroso helado.

Si bien las ocho décadas de vida se notan en las canas que cubren su cabeza, mantiene la energía cuando gira el manubrio de su máquina antigua para triturar el hielo, que llegó al país —según asegura don Pedro— con los primeros vehículos Toyota, a finales de los años 50. Durante todo este tiempo ha utilizado cuatro artefactos diferentes para partir el hielo, pero prefiere el primero, de color celeste y azul, que tiene un hermoso diseño de círculos y hexágonos.

La vida de don Pedro ha girado en torno a estos alimentos dulces congelados. Con mucho orgullo cuenta que desde sus 13 años trabajó en la fábrica Frigo, donde aprendió varios secretos de la preparación de un buen helado artesanal.

Como en aquellos años no había máquinas industriales para producir helado, Pedro dedicaba parte del día a mezclar la preparación en un balde de madera, que de a poco se convertía en un manjar.




Por las mañanas recorría las calles junto a su caja de helados. “Frigooooo, helado Frigo, heladoooooooos”, hacía retumbar su voz en las calles paceñas, que se escuchaba más agradable en días calurosos. Cuando estuvo a punto de cumplir la mayoría de edad se enlistó en el regimiento Colorados de Bolivia de La Paz, de donde fue trasladado, primero, a Tarija, y después a un cuartel en la provincia Gran Chaco, limítrofe con la república de Paraguay.

Después del año cumplido, los soldados fueron licenciados del destacamento, por lo que Pedro y sus camaradas fueron llevados en camión a Villa Montes, para después recalar en la capital tarijeña, donde se quedaron durante dos semanas. Al principio su estadía era agradable, pero después de que se terminó el dinero del socorro militar, los reservistas comenzaron a sufrir penurias. En sus incontables caminatas por las calles para amagar al hambre y la falta de dinero, llegaron a la plaza Luis de Fuentes, donde Pedro vio —por primera vez— un raspadillo, un refrigerio compuesto por hielo trozado y rallado acompañado por un jarabe de distintos sabores y colores. Él y sus amigos querían ese postre, pero no tenían con qué comprar.

Hacia 1959, Pedro volvió a La Paz y a sus actividades laborales en Frigo. No obstante, tiempo después, unos amigos le recomendaron que se independizara, así es que empezó a formar la idea de vender raspadillos en la sede de gobierno.

En uno de sus recorridos con su caja de Frigo —que incluía las calles de San Jorge y Sopocachi— vio un espacio ideal en la plaza España para iniciar su emprendimiento. Entonces, puso una pequeña mesa y una sombrilla, y así fue forjando, como el agua que se convierte en hielo, una dulce tradición paceña.




Ahora atiende todos los días desde las 08.30 hasta que se va ocultando el sol, con la responsabilidad de no fallar a las tres generaciones de clientes que llegan a su puesto, que ha cambiado la mesa y la sombrilla por un quiosco metálico blanco con bordes verdes. A mitad de semana suele viajar a Copacabana y deja el negocio a sus hijos; pero como si tuviese que marcar tarjeta, apura las actividades en su pueblo para retornar a su lugar de trabajo, donde le esperan sus caseros y también cientos de abejas, que también son sus acompañantes.



“No hay que hacerles faltar, porque cuando no les doy, vienen a picarnos y entran en las botellas”, comenta. Por ello, cada 10 minutos retira el néctar de frutilla, se acerca a la jardinera y echa el líquido dulce en una de las tres tapas de pintura que están sobre el pasto, adonde se arremolinan las abejas, que de un tiempo a esta parte se han convertido en otro atractivo de este negocio de más de seis décadas.



Texto: Marco Fernández Ríos
Fotos: Pedro Laguna

(Crónica con base en una nota publicada por el suscrito en la revista Escape, del periódico La Razón de Bolivia, el domingo 22 de enero de 2017)

Entretelones

Salíamos de una cobertura periodística en Sopocachi. Al terminar, nuestros pasos nos llevaron a la plaza España, donde don Pedro Cruz tiene su quiosco en una de las esquinas. De inmediato nos dimos cuenta de que era una oportunidad para hacer una entrevista y tomar imágenes. Era una tarde calurosa de verano, estaba el dueño del negocio y, por supuesto, las infaltables abejas. Su amabilidad y humildad nos encantaron desde un inicio. Lo que iba a ser una reseña se transformó en una historia que merecía ser conocida. Así se desarrolló esta historia.

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