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Foto del escritorMarco Fernández Ríos

Lo waso de El Alto

Actualizado: 21 ago 2020

Con alimentos nativos, un grupo de chefs organizó un recorrido turístico cultural y gastronómico en el corazón de la urbe alteña


De manera paralela a las sombras de la tarde que se convierten en oscuridad, las discotecas de la avenida Franco Valle encienden sus luces multicolores, mientras que la música variopinta se acopla con los bocinazos de la vía atiborrada de minibuses y gente. Ahí, en medio de la vorágine de la Ceja alteña, tres emprendedores (Miguel Choque, Víctor Altamirano y Abraham Aro) se juntaron con un grupo de chefs para mostrar una ruta turística-gastronómica: Lo waso de mi tierra.



“Nos encontramos un día y dijimos ¿por qué no?”. Miguel está vestido para la ocasión, con camisa y pantalón negros y una corbata de moño roja. Se encuentra en Ciudad Satélite, en un costado de los monumentos de dos tinkus, mientras que en un costado de la calle hay un micro del Sindicato Pedro Domingo Murillo, de los llamados “Lechuguitas” por su característico color verde claro.

Cuando el motor del Lechuguita se enciende es el momento en que los comensales suben al vehículo de los años 70 que, a pesar del tiempo transcurrido, luce conservado. El recorrido transcurre por la avenida Panorámica, desde donde se observa el inmenso hueco que forma la urbe paceña. Al pasar por el Faro Murillo, la avenida se va llenando de camiones y puestos con verduras, frutas y otros alimentos. “Mientras que La Paz tiene la Rodríguez, en El Alto tenemos el mercado de Villa Dolores, que comienza en la calle 1 y termina en la 10”, resalta Víctor Altamirano, chef que trabaja en la zona Sur paceña y que ahora tiene el emprendimiento TuReceta VIP.

Poco a poco, la avenida se va haciendo más angosta debido a los quioscos donde los amautas hacen wajt’as (mesas rituales) para agradecer o pedir algo a la Pachamama (Madre Tierra). Ahí, doña Julia ingresa al micro con un brasero y hace pasar el humo del incienso por todos los asientos para solicitar a los achachilas —los cerros que deben proteger a El Alto y La Paz— que este tour gastronómico sea inolvidable.


En unos minutos, el coche llega al punto neurálgico de la Ceja, en la entrada a la avenida Naciones Unidas, la autopista y las principales calles de ese sector, donde es normal la trancadera de vehículos públicos y privados. A pesar de todo ello, el Lechuguita llega en poco tiempo al pub Antaño, la última parada, en la avenida Franco Valle Nº 25, entre las calles 1 y 2, una vía bautizada como Broadway, debido a que hay un sinfín de discotecas.


“En La Paz hay bastantes alternativas gastronómicas. Tenemos a Sabor Clandestino, Gustu, Popular Cocina Boliviana, Ahijada Ajicería Bolivia y Manqa ”, comenta Víctor, quien afirma que es el momento de El Alto cuente con una oferta culinaria similar.

Mientras afuera se escucha un enredo de cumbias, chicha, baladas, rock, bocinas y ofertas de los vendedores —en una zona que parece no dormir—, en Antaño todo está apacible, más aún cuando llega el primer tiempo de la experiencia culinaria. “Ustedes son como nuestros reyes, así es que tienen que estar bien atendidos”, dice el chef. Al mismo tiempo que termina la frase, los meseros llegan con bandejas y cucharas de plata, que tienen tres tipos de quinua (roja, blanca y negra), acompañados por queso crema y cilantro, además de jarabe de atún y hojas comestibles, que consiguen una combinación del tradicional pesq’e andino con una terminación leve y apetitosa de ceviche.


Casi de inmediato aparece Abraham —chef de Propiedad Pública y dibujante callejero— para presentar un buñuelo hecho con maíz morado, que dentro tiene crema de queso y mermelada, para lograr una mezcla de dulce con un leve amargor.

¡Uta No! Así se llama el cóctel digestivo creado por Miguel, que contiene Limoncello, un jarabe simple (azúcar y agua) y jugo de pepino, con decoración de huacataya deshidratada. Realmente, ¡Uta no!

“En El Alto se ha monopolizado la idea del pollo frito y la comida chatarra, que lo salado es salado y lo dulce es dulce, que no deberían juntarse. Eso es mentira, el salado y el dulce son un matrimonio perfecto, un equilibrio perfecto”, asevera Abraham.


El siguiente plato es una especie de papas a la huancaína, que en medio tiene un frasco de cristal, aunque al revés, para retener el vapor de un huevo de codorniz, que al morderlo revienta en la boca.

El próximo paso viene sobre un pedazo de piedra plana, que tiene pan de Laja, carne de llama cocinada durante siete días y un pedazo de hueso que contiene el tuétano o médula, que hay que retirar con una cucharilla para mezclarlo —como si fuera una crema— con la preparación, con el fin de sentir el toque ahumado y cremoso de esta preparación. El paladar, en ese momento, está cautivado por la experiencia de tener tantos sabores.

“Estamos rescatando las costumbres pasadas, porque en este tiempo la comida se ha industrializado. Queremos romper la costumbre del pollo y la hamburguesa y hacer recordar un ají de papalisa o ají de lenteja”, explica Víctor.

Es por ello que el siguiente paso es un ají de lengua con puré de racacha, izaño cristalizado, cañahua roja y una flor de buganvilia, una preparación que se deshace en la boca.


“La mayoría de las personas no está acostumbrada a este tipo de cocina, por eso había que manejar el balance, que no sea pesado, que se pueda continuar hasta terminar”, explica Abraham, al tiempo que llega un bloque de sal, que tiene adentro dos truchas de medio metro de largo.

Después de cocerlo en un horno, la sal se ha convertido en un bloque de piedra caliente, así es que el chef debe quebrarlo para extraer la carne. De por sí es un espectáculo, con el vapor que va saliendo y el aroma de la trucha cocida, que va acompañada por una crema de papalisa, chuño, camote, cilantro y leche de tigre. Algo cremoso, crujiente, fresco, dulce y un poco agrio son las sensaciones del paladar al saborear esta preparación.



La jornada “wasa” termina con un postre que trae recuerdos de la infancia: un helado de canela, aunque esta vez tiene encima tierra de tocino. A su lado hay una semiesfera brillante y rosada, que representa una canica con la que se jugaba en las calles de tierra, que en realidad es un mus de naranja con compota de manzana, gel de remolacha y flores comestibles. Digno final, aunque no puede faltar la yapa: unos cannolis con polvo de coca, crema de queso, ralladura de naranja y limón, además de vinagre balsámico.






En el corazón de la Ceja, unas cuantas personas lucen satisfechas por la mezcla de sabores, colores y aromas, una combinación de cocina de autor preparada por varios chefs que tienen mucho por mostrar de la gastronomía y lugares turísticos de la urbe alteña.

Muy pronto, los tres emprendedores volverán a juntarse para mostrar más sorpresas gastronómicas, para regalar, otra vez, experiencias bien wasas de El Alto.

Texto: Marco Fernández Ríos
Fotos: Pedro

(Crónica publicada en la revista Escape, del periódico La Razón de Bolivia, el domingo de junio de 2020)
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