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  • Foto del escritorMarco Fernández Ríos

El restaurante-repositorio del pasado paceño

Actualizado: 26 sept 2020

1700 es también un museo de objetos antiguos y muebles tallados, donde se disfruta de un menú boliviano especial. Cierra sus puertas debido a la pandemia



Pareciera que aquellos ambientes estuvieron ahí desde los inicios de La Paz, o al menos desde finales del siglo XIX. Sus paredes de madera tallada y techos de ladrillo guardan libros antiguos, tallados extraños, cuadros coloniales, complementado por una experiencia culinaria única… El restaurante 1700 es la amalgama perfecta entre el espacio para disfrutar un buen platillo y quedar hipnotizado por un repositorio de objetos viejos, como el vigilante de una parte del pasado paceño.

Sergio Salazar dice que fue una suerte trabajar como administrador de este local durante casi seis años. Es que llegó a este lugar por coincidencia, cuando un día ingresó a esta casa de paredes gruesas junto a unos turistas, como guía de turismo. En ese momento conoció a Rafael Torres Valdivia —el dueño de la casa y coleccionista—, quien le dijo que aquel espacio escondido en la calle Linares estaba disponible. No había mucho que pensar. Sergio reunió sus ahorros y se hizo con el local.

En la época colonial paceña, el barrio de los españoles estaba alrededor de la entonces Plaza de Armas —ahora plaza Murillo—. Mientras que al sur había plantaciones, al norte, el río Choqueyapu era el límite que dividía a la gente llegada de Europa con la población indígena y mestiza, pues, al otro lado de la ribera, los gobernadores crearon la “población de indios”, destaca un artículo de la Oficialía Mayor de Culturas de La Paz, publicado por el PIEB.

Con el tiempo, el río fue canalizado, abrieron tambos —centros de acopio de alimentos, que a la vez servían como albergues para los viajeros— y se construyeron iglesias y casas, como la casona de la familia Valdivia, edificada en la calle Linares en 1735 que, después de 285 años, se ha transformado en un atractivo turístico, protegido por los descendientes de los primeros moradores.





La Linares luce escondida entre la constante subida de vehículos de la calle Santa Cruz, la bajada de la Sagárnaga, el continuo caminar de la Graneros y los tumultuosos comercios de la plaza Eguino y el mercado Rodríguez. Casi en medio, protegido por una infinidad de tiendas de artesanías, se encuentra una casa con paredes de piedra, balcones de madera y faroles que parece haber estado desde el inicio.

Se encuentra protegida no sólo por los años, sino también por las buenas energías, ya que alrededor hay tiendas donde hay amuletos y hierbas para atraer la suerte y quitarse los maleficios. También hay negocios con ropa artesanal o con instrumentos musicales.

En esa vía está la casona de estilo barroco-mestizo con la numeración 906, con un zaguán de madera gruesa, piedra tallada y un callejón que da la sensación de viajar al pasado. La visita a 1700 todavía no ha comenzado.



Al terminar de subir unas gradas de piedra, lo primero que llama la atención son las paredes con madera. Son dos ambientes amplios. El derecho llama la atención por su apariencia a un convento, con sillas y mesas talladas a mano, al igual que los objetos que circundan el todo el lugar. El mostrador principal resguarda los objetos más preciados y antiguos, como libros viejos de filosofía, medicina, economía política y una versión española de El origen de las especies, que Charles Darwin había publicado por primera vez en 1859. “Elegi abjetus effe in domo Dei mei: magis quám habita: re in tabernaculis peccatorum”, se lee en un libro con tapa de cuero escrito en latín que posiblemente formó parte de alguna iglesia. Casi al lado, protegido por una urna de vidrio, hay un crucifijo que, según cuentan, sirvió para llevar a cabo exorcismos.




Hay mucho por ver en aquel mostrador, desde un sextante (instrumento astronómico que se usaba para determinar la posición de un astro) hasta un operador Morse, que pareciera dejar escuchar el golpeteo para mandar alguna comunicación. Refugiado entre una radio de transistores y figuras de bronce del Quijote de la Mancha y Sancho Panza, atrae la mirada un muñeco de trapo de cinco centímetros de alto que, según cuenta el guía, fue usado para hacer magia vudú y por eso nadie lo quiere tocar.

Es tan enigmático, que un médico estadounidense que está de visita se queda durante varios minutos contemplando los objetos coleccionados. Como para descansar del asombro y la información otorgada por Sergio, el comensal extranjero recibe el primer aperitivo: un vaso de ginebra boliviana acompañado por una piedra plana sobre la que hay trozos de tumbo, chirimoya, pacay, tuna y granadilla.



Es difícil no dejar de seguir viendo lo que hay alrededor, ni preguntar el significado de las pinturas o figuras. Por ejemplo, en ambos lados de una habitación, que antaño sirvió de bodega, existe un rostro tallado en madera que se asemeja a un ser diabólico, que, en realidad, se trata de Abraxas, dios de origen egipcio que representa el bien y el mal, una deidad que suele ser piadosa y amable con aquellas personas a las que considera buenas, y despiadada con quienes son malas.

Hay pinturas que muestran aquellos lejanos primeros años de La Paz, frascos de una botiquería antigua, una estufa del siglo pasado, trompetas viejas, maletas de cuero con el escudo de Perú, plumas de pavo real, un gramófono y cientos de detalles que hacen de 1700 un sitio singular.



“Tú comes en un museo”, afirma Sergio, mientras demuestra que el menú también es especial, pues ofrece una mezcla de cocina internacional con ingredientes bolivianos. Un ejemplo es que el visitante disfruta de un cordon blue acompañado con quinua y plantas originarias del altiplano; un filete de llama con salsa de maracuyá, huminta de quinua, además de un pique macho y brocheta “elaborados al estilo de 1700”.

“Los clientes extranjeros pueden pedir un filete, pero no se les sirve como en sus países, sino con hierbas como wacataya y q’oa”, explica el administrador del restaurante, amante de la buena cocina y, desde hace seis años, encargado de explicar los detalles que guardan los dos ambientes del restaurante.

Además del gin, el local ofrece bebidas orgánicas, cervezas artesanales, una variedad de vinos nacionales y cócteles como el mojito de coca, El Salar (elaborado con leche), El Tío (de toque picante), Agua de los Andes (preparado con varias hierbas), La Paz Maravillosa (a base de vodka, hierbas y frutas) y el tradicional chuflay.



Hace varios años, un grupo de masones empleaba la casona para reunirse, y dejaron como recuerdo varios tallados con figuras enigmáticas. Algunos visitantes aseguran que ven sombras extrañas. Otros, como Sergio, encuentran detalles ocultos en los intersticios, como unos rostros grabados en el cristal de una lámpara antigua.

La comida es preparada en el momento en que se hace el pedido, así es que es necesario esperar unos unos minutos, tiempo suficiente para tomar un cóctel y seguir viendo los objetos.

El nuevo coronavirus afectó no sólo a las personas, sino también a emprendimientos como el Restaurante 1700, que, debido a la "responsabilidad que tenemos con nuestros trabajadores y clientes", decidió cerrar de manera indefinida, aunque existe la confianza de que los objetos seguirán guardados en el repositorio, para que dentro de poco sigan obnubilando y cuenten, otra vez, un poco de la historia paceña.



Texto: Marco Fernández Ríos

Fotos: Luis Gandarillas, Marco Fernández Ríos y Restaurante 1700


(Crónica con base en una nota publicada por el suscrito en la revista Escape, del periódico La Razón de Bolivia, el domingo 28 de marzo de 2018)

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